domingo, 20 de abril de 2008

Federico Mayor, Director General de la UNESCO

No hay democracia posible sin una auténtica cultura de la democracia. Esta cultura de la democracia debe ser a mi juicio el lugar de síntesis de cuatro conceptos fundamentales: el civismo, la tolerancia, la educación y la libre comunicación de las ideas y entre los hombres.

"La renovación del civismo, escribía Vaclav Havel, no es un subproducto, sino por el contrario una condición previa de la democracia... El civismo es el arrojo, el amor a la verdad, la conciencia siempre alerta, la libertad interior y la responsabilidad libremente asumida por la cosa pública. Valores todos ellos de los que nunca podrá pretenderse haber colmado la medida... "

Este análisis pone de relieve la dimensión ética del civismo, animado por valores que algún día tendremos que volver a encontrar en nosotros mismos -como signo de nuestra común humanidad y substrato universal de la democracia, por encima de las diversas maneras de conce­birla y practicarla.

¿La tolerancia? La cultura democrática se basa en el conocimiento y la aceptación de las demás culturas. Es la voluntad de vivir con el otro. ¡Cuántos sistemas autoritarios han afianzado su poder mediante la exaltación de la discrimi­nación racial y del prejuicio étnico! Las identidades cultu­rales distan mucho de ser paisajes monocromos. Las más ricas llevan en sí los genes y los frutos de culturas muy ale­jadas entre sí, de civilizaciones muy diversas. Si me pregun­taran hoy día cuál es la auténtica riqueza de una nación, diría que no radica en el poderío tecnológico o económico, sino en la capacidad de sus ciudadanos -cualesquiera sean sus orí­genes o el color de su piel, la tierra o la lengua de sus antepa­sados- de coincidir en ciertos ideales y principios que les permiten convivir.

La tolerancia no significa mostrar indulgencia hacia los demás; supone conocerlos y sobre todo respetar la belleza de su cultura. La tolerancia es, pues, una actitud tanto ética como estética.

Superada la discriminación, la tolerancia debe inspirar también la integración.
¿Cómo conciliar, por ejemplo, la pertenencia a una colec­tividad con la libertad individual, ese doble llamamiento ­-que es el fundamento mismo de la ciudadanía- a la unidad y la libertad? ¿Es posible, en sociedades cada vez más diversi­ficadas, continuar identificando la democracia con la norma mayoritaria, si ésta última no garantiza la expresión y la defensa apropiada, en la vida pública, de las reivindicaciones y creencias de todos los grupos de ciudadanos? ¿Es posible, incluso, concebir la democracia, si no se cree en la necesidad de garantizar el respeto de los derechos de las minorías?
La verdadera cultura democrática no niega ninguna identidad particular, sea ésta étnica, religiosa, lingüística o cultural, como no puede tampoco desarrollarse en perjuicio de los principios nacionales, la solidaridad colectiva y las aspiraciones comunes. Ofrece solamente a cada cual la posi­bilidad de definirse mediante la afirmación de filiaciones diversas y libremente elegidas. Así, en lo cultural como en el terreno político, la democracia es la alianza entre la voluntad personal y el interés general.

¿La educación? Está claro que la cultura democrática que define al hombre como un ser capaz de elegir, no puede arraigarse en el terreno estéril de la ignorancia; como tam­poco tiene posibilidades de florecer en una sociedad que permanece fragmentada en bloques aislados, con el pre­juicio y la violencia como únicos medios de comunicación. La ignorancia fortalece las dictaduras y debilita las demo­cracias. La educación, en cambio, es la médula misma de la cultura democrática.

Por último, libre comunicación de las ideas y entre lo hombres. La libre circulación de los hombres debe permitir a cada cual elegir su modo de vida y de expresión, ser el sujeto activo de su vida personal y de su historia colectiva; una total libertad de información y de expresión representa la piedra angular de la cultura democrática -en la medida en que sólo ella puede garantizar la transparencia indispensable para el ejercicio de los derechos y las responsabilidades.

Esa libertad y esas responsabilidades no se ejercen sólo en el plano comunitario o nacional, sino en todos los planos, desde el entorno más próximo hasta el ecosistema. La verdadera ciudadanía se aprende, y se pone en práctica en el vecindario, la familia, el trabajo, la vida asociativa y, por supuesto, en el ejercicio cotidiano de las libertades públicas a nivel municipal.

La verdadera ciudadanía se ejerce también a escala planetaria, en particular mediante las responsabilidades que asumimos con respecto al medio ambiente, a su preserva­ción o su degradación irreversible, y las limitaciones que imponemos -por las decisiones que adoptamos o por falta ­de ellas- a los derechos de las futuras generaciones.
Aprender a coexistir con nuestro entorno, aprender a ­coexistir con las demás culturas, tales son a mi juicio, los mayores desafíos de este fin de siglo. Estoy convencido de que la cultura de la democracia, porque es la cultura de la convivencia, nos permitirá salir airosos de la prueba[1].
[1] Mayor, Federico “Por una cultura de la democracia” En El Correo de la UNESCO. noviembre 1992.